Director: Gerard Bitton
Intérpretes: Jean-Pierre Darroussin, Valeria Bruno-Tedeschi, Richard Berry, François Morel
Año: 2002
Temas: Ambición. Amistad. Competencia desleal. Dinero y felicidad. Ética. Medios y fines. Refugio Afectivo. Sentido común. Sentido de la vida.
- Javier Fernández Aguado
En algunas Escuelas de Negocio proponen, a modo de ejercicio, la reflexión sobre qué haría cada uno de los asistentes a la sesión en el caso de que ganaran una significativa cantidad de dinero.
Es precisamente este el arranque de la película Si yo fuera Rico. La situación de Aldo, el protagonista es más bien lamentable. En su trabajo como comercial no es ciertamente el mejor. La relación con Alice, su esposa, no es perfecta y, por si fuera poco, la llegada de un nuevo jefe complica la situación. Fundamentalmente porque se trata de un ‘depredador’ que pronto acaba en la cama con la esposa de nuestro hombre.
En medio de esa triste situación, en la que ni siquiera falta una importante multa por haber sido pillado hablando en el coche con el móvil, gana la bonoloto. De repente, diez millones de euros pasan a ser de su propiedad.
La reacción inmediata es probablemente la de muchos. No quiere que los demás se den cuenta, pero pronto comienza a vivir como un nuevo rico. Además, olvida el principio de que cada uno es señor de sus silencios y esclavo de sus palabras: así, comenta con un amigo el premio recibido.
Aprender a gastar no es difícil. Siempre es más fácil dar un paso hacia arriba que hacia abajo. Pasar de un menú a un gran restaurante es algo que pronto se aprende. Allí reconduce sus pasos con frecuencia inusitada. El bancario que ni siquiera le hubiera mirado a la cara en otra situación, pasa a ponerse a su disposición de la forma más servil posible. En un momento, su asesor financiero personal le confiesa algo que es muy habitual:
–El pobre sigue siendo pobre, y el rico sigue siendo rico.
–Y eso –añade- que estamos siendo conservadores en las inversiones…
Disponer de dinero hace que lo que hasta ese momento siempre le había parecido de otro planeta, pase a estar al alcance de su mano. No para de gastar, a la vez que sufre para que los demás no se den cuenta de su nueva condición. Uno de los motivos de su discreción es esperar al divorcio, para que los millones de euros no entren en la división.
Se asegura que el dinero no da la felicidad, pero que proporciona una sensación tan parecida que hace falta ser un gran experto para diferenciar ambas situaciones. El cínico comentario puede ser cierto probablemente en los inicios. No en vano se multiplican los interesados en agradar al ganador de la bonoloto. Pero pronto descubre una realidad que tantas veces la riqueza o el trabajo excesivo o la vanagloria hacen olvidar, siquiera por una temporada: la felicidad en realidad procede de tener alguien a quien esperar y alguien que nos espere.
Dicho de otro modo: mientras no existe alguien a quien queramos de manera totalmente diferenciada y alguien que nos quiera de igual forma, es prácticamente imposible que podamos saborear lo único en que todos estamos de acuerdo: queremos ser felices.
Con dinero puede comprar los mejores vinos, comer en los restaurantes más lujosos, ser adulado por dependientes y bancarios, pero no puede lograr lo más importante: que alguien desinteresadamente se ocupe de él. En una escena sublime, incapaz de saborear los manjares de uno de los extraordinarios restaurantes a los que ya se ha acostumbrado, solo piensa en una cosa, en recuperar el cariño de su mujer. Más aún, ni siquiera eso le importa, lo que más desea es que sea feliz aun a costa de que se vaya con su jefe. En eso consiste, en el límite, la verdadera amistad, en aspirar al bien del otro, aunque en nada nos beneficie. Ese acto de suprema generosidad no es nada sencillo y –a decir de Aristóteles- pocos consiguen saborear ese tipo de amistad.
Además de la relevante enseñanza sobre las causas de la felicidad, hay otras en este largometraje. En concreto, a poco de llegar el nuevo jefe comienzan los despidos. En una escena que desafortunadamente se repite, los viejos del lugar andan dudosos sobre su futuro. Algunos, más prepotentes, consideran que incluso aquello se convertirá en una oportunidad de ascenso, porque los nuevos necesitarán quienes les orienten. Aun así, confiesa uno de ellos:
–No tengo ninguna intención de enseñarles nada, porque si aprenden corro el riesgo de que me echen a mí.
Sucede así, en efecto, al cabo de muy poco tiempo.
Nuestro protagonista, que fue colega del nuevo directivo, interviene como mediador. El jefe le hace sentar, pero no en la silla del invitado, sino en la propia.
Le pregunta entonces:
–¿Qué ves?
Responde el sorprendido subordinado:
–Nada.
–Precisamente por eso, soy yo quien ocupa ese puesto y no tú.
La enseñanza es doble. De un lado, los directivos han de tener una mayor capacidad de vislumbrar la realidad, y el peso de tomar decisiones relevantes para la Compañía recae sobre ellos. Por otro, quien solo ve números y no personas, acabará por perder también las cifras, pues las empresas son en buena medida sus personas.